Dos errores en la misma materia, difícilmente puede uno llamarlo coincidencia, porque llamarlo de otra forma sería negligencia que raya en la ineficiencia. Los yerros han generado tal polémica que el mismo presidente Andrés Manuel López Obrador ha tenido que retractarse en ambos casos y reconocer errores que hasta el momento solo se han corregido en el discurso. Los tópicos no son cosa menor: autonomía y reducción presupuestal a la educación. No se puede, insisto, tratar de simples errores, y si es así, el presidente debe replantearse la decisión de los perfiles seleccionados para ocupar las carteras de educación y de hacienda. El gasto destinado a educación en 2018 fue de un 17% del presupuesto de egresos, de este total de recursos, el 85.6% se destinó a la nómina, es decir, a sueldos, dejando el resto prorrateado de la siguiente manera: becas: 4%, infraestructura: 3.2, autoridades educativas: 2.6, materiales educativos: 1.9%; vinculación: 1.5, y menos de uno por ciento para rubros como evaluación y formación profesional docente. Si consideramos la idea de un tijerazo al presupuesto a la educación en 2019, sin afectar sueldos, estamos hablando que recursos para tareas sustantivas como infraestructura, investigación y becas se verían seriamente afectados dañando directamente el quehacer de la educación contrariando las tesis desarrollistas que afirman que la educación es la base de la prosperidad de los pueblos. Ahora bien, nuestro país, según el Banco Mundial, invierte tan solo un 5.1% de su PIB en educación, contrastando con naciones como Islandia (7.6), Dinamarca (8.7), Nueva Zelanda (7.4) e incluso Cuba (12.9). Países como Singapur, líder mundial en las evaluaciones de PISA, gasta el 20% de su presupuesto anual en educación, es decir, se caracteriza por su compromiso financiero y consecuentes resultados en cuanto a calidad educativa. Por otra parte, la autonomía de las universidades públicas han sido una conquista que ha costado incluso sangre y que ha mantenido a las universidades como verdaderos laboratorios democráticos en donde sus vidas internas son regidas por reglamentos propios que atienden necesidades particulares. Se trata incluso de un término constitucional que le dio forma a nuestro país en sus primeras décadas de vida independiente. La autonomía es una esfera de protección ante agresiones de un poder central con políticas educativas genéricas que dañarían programas de estudio, investigación y capacidad de decisión que solo les corresponde a los universitarios. Por ello resulta preocupante que la propuesta del equipo de AMLO para la reforma educativa haya suprimido “por error” tan delicado y nodal concepto constitucional. Quienes nos dedicamos a la educación, pero sobre todo quienes estamos convencidos de que la educación es la única receta para el crecimiento y desarrollo de un país, debemos manifestar nuestra preocupación y repudio ante esta afrenta educativa que el actual gobierno ha manifestado y que ha denominado “errores de redacción.” Es cierto, hay dificultades financieras que nos esperan en 2019, pero no es el sector educativo el que debe sacrificarse, también es cierto que la autonomía ha sido usada por algunas universidades como un “cheque en blanco” para realizar actos ignominiosos que han terminado en casos de corrupción, pero no es nada que controles rigurosos basados en auditorias exhaustivas con una buena dosis de transparencia universitaria no puedan evitar, sin que atender males como la corrupción educativa sirvan como excusa para arrebatarles a las universidades la única herramienta que garantiza educación universitaria al servicio de la sociedad. Autonomía y presupuesto, temas axiales que deben preservarse y fortalecerse en toda sociedad que aspire a elevar sus índices de desarrollo humano. No hay otra receta.