Toda reforma estructural que se preste a llamarse como tal, y sobre todo si la misma va enfocada a modificar un sistema tan anacrónico y viciado como lo es nuestro sistema educativo, no puede dar resultados positivos inmediatos, pues los mismos pueden verse reflejados en un lapso de por lo menos 10 años, es decir, generaciones que reflejen al término de su educación básica y secundaria resultados que los catapulten con mayor éxito a la educación media y superior. Por ello, la reforma educativa del actual sexenio que está ya por finalizar es sin duda un logro dentro de un sistema que nos tiene en los últimos lugares de desempeño educativo a nivel mundial; lo que nos ha catalogado como un país de “reprobados.” Las pruebas PISA de la OCDE siempre han mostrado la realidad de la calidad de la educación en nuestro país, misma que deja mucho que desear y que no nos logra despegar del sótano de la ignominia educativa en que nos encontramos. Es cierto que dichos resultados en las mencionadas evaluaciones pueden obedecer en mucho a las mismas capacidades de los alumnos, no obstante, gran parte de la culpa del marasmo educativo en que nos encontramos corresponde a una planta nacional docente carente de profesionalismo y de compromiso. Plazas que se vendían o heredaban y que provocaba que docentes sin vocación, ni compromiso ni convicción se presentaran a las aulas a “enseñar” motivados solo por el sueldo que la herencia les aseguraba. De pronto aparece una luz en la oscuridad: una reforma educativa que comenzaba por temas delicados como lo era la asignación de plazas por concurso y la evaluación docente. Temas que molestaron en demasía al gremio magisterial, que en su mayoría se oponían a la evaluación y las consecuencias que traía consigo un mal resultado en las mismas. De sobra es sabido que la frase de Peter Eigen, fundador de Transparencia Internacional (TI), es sugestiva y llena de certeza: “si quieres mejorarlo, hay que medirlo”; es decir, todo aquello que deseemos mejora debe ser sin duda medido o, mejor dicho, evaluado. Por ello, el desempeño docente directamente proporcional al fracaso educativo en este país debía y debe ser medido para, en base a los resultados, establecer un diagnóstico fidedigno que permita encontrar falencias y por ende delinear estrategias de mejora. Por ello, alarma, asusta, desalienta, preocupa, que el presidente electo, Andrés Manuel López Obrador, esté dispuesto a dejar sin efectos la que me parece es la reforma más importante del sexenio que está por terminar. Es cierto, AMLO ha llegado al poder por sus promesas de transformar este país y purgar aquellos males que nos azotan como nación desde tiempos decimonónicos: pobreza, corrupción, violencia, falta de oportunidades, desigualdad. No obstante, también es cierto que para lograrlo requería el apoyo de la gran mayoría de los mexicanos, mismo apoyo que sin duda recibió, pero que al parecer dicho apoyo fue condicionado por gremios o grupos que entregaron su apoyo a un alto precio para este país. De otra manera no se puede entender cómo es que el presidente electo piensa revertir la reforma educativa sobre todo en lo que corresponde a la evaluación docente. Ha mostrado austeridad, ha dado señas de que buscará mejorar la situación económica de los mexicanos, pero ha frenado también el desarrollo de este país al pausar una reforma incipiente, pero bastante prometedora y que comenzaba a sentar las bases de un mejor futuro en el rubro que sin duda es el elemento axial de todo desarrollo nacional: la educación. Visos de retroceso comienzan a merodear.