No se trata de un fenómeno aislado
ni privativo de un sector, tampoco ello significa que por tratarse de figuras
políticas deben ser más importantes que otros crímenes similares; y es que en lo
que va del actual proceso electoral 2018, se llevan registrados 112 políticos
asesinados volviendo las actuales campañas sumamente riesgosas al grado que han
sido bautizadas con el nombre de campañas de la muerte. De los 112 casos, han
sido privados de la vida 28 precandidatos, 14 candidatos, siendo el resto
regidores, alcaldes, diputados, ex alcaldes, etc. Y a esta lista podemos sumar
los 174 políticos que en este mismo proceso han sido amenazados de muerte sin
que hasta la fecha, afortunadamente, se hayan materializado tales amenazas. De poco
han servido los llamados del INE para pacificar el actual proceso electoral cuando
ha convocado al diálogo como medio para resolver las diferencias, no obstante,
hay que decirlo, en este aspecto el INE peca de ingenuidad, pues no es el
diálogo lo que puede resolver la crisis de inseguridad que vive actualmente
nuestro país. No puedo concebir al crimen organizado sentado en una mesa de debate
junto a los aspirantes a cargos de elección popular. No, el INE se equivoca en
estos absurdos llamados. Tampoco se trata de exigir al Estado que castigue a
delincuentes que han cometido arteros crímenes contra políticos de manera
expedita y ejemplar; de lo que se trata, es de exigir al Estado que genere las
condiciones para que el proceso electoral actual y los que vengan aseguren los escenarios
de seguridad de quienes en el participan. Es verdad que el INE firmó con la
Secretaría de Gobernación un acuerdo para garantizar la seguridad de los
candidatos a cargos de elección popular federal, sin embargo, quedó a petición
de cada interesado solicitar seguridad personal, lo cual me parece reprobable,
pues es de oficio esa seguridad que el Estado debe brindar y no esperar a que
se solicite. Pero el problema no es, insisto, privativo de la clase política,
pues se trata de un problema todavía mayúsculo y que se refleja en el solo dato
de que 2017 fue el año de mayor inseguridad en la historia reciente de México,
con más de 18 mil homicidios dolosos, es decir, se trata de un problema estructural
y que venimos arrastrando desde el sexenio calderonista. En efecto, 2018 ha sido
ya definido como el año electoral más violento en la historia de nuestro país,
y es perfectamente entendible al saber que venimos del año (2017) más inseguro
de la historia reciente, es decir, se trata de una consecuencia natural, más
nunca justificable, pues queda en evidencia que el Estado ha sido ya rebasado
en una de sus tareas más sustantivas: la protección de sus ciudadanos. Ya nadie
estamos seguros, y objetivamente, el escenario no es nada esperanzador, pues
tan solo en lo que va del presente año en el primer trimestre de 2018, se registraron
7667 asesinatos, un 20% más de incremento con respecto al primer trimestre de
2017, lo cual parece indicar que terminaremos una vez más rompiendo récord en
el tema de violencia.
Se trata, pues, de un problema
que va más allá de grupos determinados, se trata de una crisis de inseguridad
que azota a todos los mexicanos, independientemente del estatus social. La actual
violencia electoral es solo la punta del iceberg que nos deja ver una realidad
que de pronto pareciera ser una pieza más del rompecabezas llamado México. Ya tan
común, ya tan normal, ya tan mexicana.