Pareciera que los casos en donde se revelan desvíos de
cuantiosos recursos públicos son ya tan comunes en nuestro país que hemos perdido
ya como ciudadanos la capacidad de asombro. Los casos son tan recurrentes y los
funcionarios implicados parecen no inmutarse ante una sociedad con indignación
coyuntural que no trasciende un “me enoja” en las redes sociales. De poco sirve
que la Auditoria Superior de la Federación detecte irregularidades si carece de
herramientas para castigar malas prácticas y su función se remite solo a
socializar mediáticamente casos de corrupción para que inmediatamente haga acto
de aparición la llamada impunidad que cobija a cientos de funcionarios que se
han apropiado de espacios y recursos públicos. El tema viene a colación por la
reciente información en que la ASF ha detectado desvíos por más de mil millones
de pesos en la Secretaría de Desarrollo Social y cuyos recursos se canalizaron
a empresas fantasmas. Desde luego que la ex titular y presunta culpable,
Rosario Robles, niega toda responsabilidad al respecto, no obstante, la misma aludida
fue señalada de participar en la llamada “estafa maestra”, en la que la misma
dependencia, bajo sus órdenes, lavaron recursos en complicidad con algunas
universidades públicas por la cantidad de 540 millones de pesos, todo igual a
través de subcontrataciones a empresas igualmente denominadas fantasmas. De
igual forma sucedió en Coahuila, cuando se descubrió el daño al fisco por más
de 400 millones de pesos que se entregaron en contratos a empresas fantasmas. Hasta
hace no muchos años, el peculado era la forma de apropiación de recursos
públicos por funcionarios corruptos y se manifestaba tan solo con la simple “desaparición”
de dinero o bienes materiales, por ejemplo, el pemexgate fue tan solo la
desaparición de más de mil millones de pesos de las arcas del sindicato de
PEMEX en beneficio de la campaña del priista Francisco Labastida. Sin embargo,
el mismo paso del tiempo ha hecho que el peculado sea cada vez más sofisticado
y en lugar de solo desaparecer el recurso, ahora se crean empresas que físicamente
no existen y que se registran en domicilios particulares y a las cuales se les
pagan diversas cantidades por recursos prestados y con ello el acto de
desaparición de recursos se formaliza y se encauza dentro de los parámetros
establecidos por las autoridades fiscales. En pocas palabras, el gobierno echa
andar una compleja maquinaria de lavado de dinero para que el desvío de recursos
siga en marcha y con ellos seguir lastimando al erario público en beneficio de
unos cuantos. A principios de este mes, la Suprema Corte de Justicia declaró
constitucionales las listas negras que posee el SAT y la publicación de las mismas,
de esta manera, podemos saber cuáles son las empresas que han lavado dinero al
gobierno en sus tres ámbitos y que solo existen en nombre, pero no en físico. Falta
saber si el SAT hará efectiva su labor de evidenciar dichas listas, pero lo que
realmente nos hace falta, es que se establezcan claras, precisas y ejemplares
sanciones contra estas empresas y sus aparentes propietarios y, sobre todo,
castigos para los funcionarios que hacen uso de los servicios fantasmales de
desaparición de recursos. De poco sirve el fallo de la corte en favor de la transparencia,
de poco sirve que la ASF detecte cientos de irregularidades y las plasme en sus
informes si al final la impunidad seguirá tan incólume como siempre.