Desde luego que es una iniciativa de ley bastante
polémica y de una trascendencia nodal para el desarrollo de nuestra nación, pero
su contenido, además de reflejar una medida desesperada como última estrategia
ante las siempre incólumes fuerzas del crimen organizado, de paso le otorga al
ejecutivo un poder nunca antes visto, al menos de manera legal, que pone a temblar
a organizaciones de derechos humanos tanto nacionales como internacionales. Pero
comencemos por entender la necesidad de regular lo que hemos estado viviendo
desde hace más de 10 años. El ejército y la armada en las calles no obedece,
para empezar, a un capricho meramente presidencial, sino a una necesidad que
encuentra su génesis en el fracaso de los organismos de seguridad pública en
entidades y municipios, por eso la iniciativa de ley lleva el mote de “interior”,
porque la amenaza a la seguridad proviene de enemigos internos, no de naciones
o grupos terroristas exógenos, y la colusión del crimen organizado con gobiernos
de los tres ámbitos vuelve prácticamente inútil cualquier esfuerzo por erradicar
el mal haciendo uso de elementos de seguridad pública. Ello justifica en cierto
modo el uso de fuerzas federales en seguridad local y sub local, el problema,
es que las mismas fuerzas armadas han cometido atrocidades con contra de
civiles que nada tenían que ver con la delincuencia, lo que de pronto originó
gritos que reclamaban regulación al proceder del ejército y la marina. Los que
defendían la decisión ejecutiva de poner al ejército a ejercer labores de
seguridad pública, y los que reclamaban el retorno de los militares a los
cuarteles tenían la razón, pues la ambigüedad de nuestra constitución no deja
lugar a dudas: el artículo 89 señala expresamente que “el presidente de la
república puede disponer de la totalidad
de la fuerza armada permanente -entiéndase ejército, armada y fuerza aérea
nacionales- para la seguridad interior y defensa exterior de la federación”. En
contraste, el artículo 129 señala que “en tiempo de paz ninguna autoridad
militar puede hacer más funciones que las que tenga exacta conexión con la
disciplina militar”. Como podemos ver, ambas posturas tenían la razón. Por supuesto
que urge una definición clara y precisa sobre este par de artículos que parecen
contradecirse, pero la discusión va más allá y de pronto parece que más que
regular la actuación de los militares en labores de seguridad pública, lo que
se busca es entregar al ejecutivo un cheque en blanco para usar a estas fuerzas
a su discreción y bajo su responsabilidad, incluso contra manifestaciones
públicas que el presidente considere riesgosas para las instituciones y la
ciudadanía, o en otras palabras, que no sean pacíficas, por lo que de pronto
merodea el fantasma de octubre de 1968. La iniciativa, desde luego que tiene
puntos bastantes cuestionables, de entre los que destacan sin duda alguna que
se centra en el accionar de las fuerzas armadas, pero no menciona nada sobre el
fortalecimiento de las policías locales ni tampoco sobre estrategias para profesionalizarlas,
es decir, al parecer contempla la llegada del ejército y armada a las calles
sin contemplar su retorno a los cuarteles ni en el largo o el más lejano plazo,
lo cual es preocupante. La iniciativa, está llena de imprecisiones, como si
fuera hecha solo para salir al paso o peor aún, como si se tratara de eternizar
las labores de la milicia en seguridad pública bajo el mando de un solo
individuo, tal cual lo hacía el General Díaz con su policía rural, o como lo
hacen, en términos más sencillos, los gobiernos autoritarios y represivos.