Si la memoria histórica no me falla, desde la pomposa
campaña anticorrupción, denominada “renovación moral”, en los tiempos de López
Portillo, se ha declarado de manera constante una lucha contra la corrupción.
Discursos y más discursos se han vertido sobre el tema por decenas o cientos de
políticos quizá, con las mejores intenciones. Se han erigido institutos de
transparencia y acceso a la información que buscan aminorar el flagelo y cerrar
espacios a la opacidad y las malas prácticas de muchos funcionarios públicos. Existe
una Auditoria Superior de la Federación que investiga desvíos o mal gasto de
recursos, se han creado instituciones como la Secretaría de la Función Pública,
para perseguir este tipo de actos y, sin embargo, todos los esfuerzos han sido
inútiles, pues la corrupción en este país sigue tan incólume y tan presente que
de pronto se ha vuelto una característica “sui géneris” de los mexicanos. Los
datos al respecto son bastante contundentes: nuestro país se encuentra dentro
de las primeras 20 economías del mundo y curiosamente dentro de los 20 países
con servidores públicos más corruptos, según informe de Transparencia
Internacional en 2016. Así mismo, somos el país 125 en desvío de recursos
públicos y 124 en favoritismos en decisiones de gobierno en un listado de 138
países, según el Foro Económico Mundial, y haciendo la precisión, de que, en
este listado, entre más se toque fondo, la situación es peor. Finalmente, según
el índice de percepción de la corrupción, nuestra nación se encuentra entre los
53 países más corruptos del mundo. Las cifras, no mienten, los esfuerzos han
sido en vano y el problema sigue creciendo. El último gran esfuerzo, y en el
cual todavía algunos teníamos la esperanza de que funcionara, fue la puesta en
marcha del Sistema Nacional Anticorrupción, mismo que lleva un tiempo ya
prolongado de existencia, integrado por sus consejeros, pero acéfalo hasta el
momento, pues el Senado no se ha puesto de acuerdo sobre la designación del
fiscal general. Y menciono “teníamos”, pues esta fiscalía general ha cometido
el pecado de toda buena intención en este país: dejar su conformación en manos
de nuestra clase política. Al igual que el INE, la decisión de la integración
del Sistema Nacional Anticorrupción, será decisión de los legisladores, para el
caso del SNA, recaerá en la cámara alta dicha decisión, con lo cual,
invariablemente el proceso se politiza y se vuelva más una negociación y
medición de fuerzas partidistas que una selección del perfil adecuado para tan
importante encomienda. No se trata sobre si Raúl Cervantes pueda ser el dedazo del
presidente Peña, y su posible pase directo al SNA, se trata de que la
conformación de estos institutos debe estar dotada de imparcialidad desde su
nacimiento, es decir, alejada a leguas de todo lo que apeste a política. Quizá
las universidades de más prestigio, una consulta con líderes sociales u
organizaciones que combaten la corrupción sería el método adecuado de
selección, pero algo me dice que esta idea atenta contra la simulación que
presentan organismos “ciudadanos” que son conformados por “decisiones políticas”.
Pero aún y si la conformación fuera verdaderamente imparcial, el SNA es solo
una coordinación entre la ASF, SFP, INAI, PGR y CJF, bajo la supervisión de
cinco consejeros y un fiscal que aún no es nombrado. Es decir, no poseen armas
para aplicar castigos, sanciones… más que simples recomendaciones contra un
problema todavía más grave que la corrupción: la impunidad. De cada 100 delitos
cometidos en este país, solo 11 se denuncian, 6 se investigan y solo 3 se
resuelven, es decir, la impunidad es mayor al 96%. El problema no es la
corrupción, sino “el no pasa nada”, que sin duda sigue siendo el incentivo más
perverso que alienta el fortalecimiento de tan lamentable mal. Más que un
sistema nacional anticorrupción, nos hacía falta un sistema nacional contra la
impunidad.