jueves, 31 de agosto de 2017

ANTI IMPUNIDAD

Si la memoria histórica no me falla, desde la pomposa campaña anticorrupción, denominada “renovación moral”, en los tiempos de López Portillo, se ha declarado de manera constante una lucha contra la corrupción. Discursos y más discursos se han vertido sobre el tema por decenas o cientos de políticos quizá, con las mejores intenciones. Se han erigido institutos de transparencia y acceso a la información que buscan aminorar el flagelo y cerrar espacios a la opacidad y las malas prácticas de muchos funcionarios públicos. Existe una Auditoria Superior de la Federación que investiga desvíos o mal gasto de recursos, se han creado instituciones como la Secretaría de la Función Pública, para perseguir este tipo de actos y, sin embargo, todos los esfuerzos han sido inútiles, pues la corrupción en este país sigue tan incólume y tan presente que de pronto se ha vuelto una característica “sui géneris” de los mexicanos. Los datos al respecto son bastante contundentes: nuestro país se encuentra dentro de las primeras 20 economías del mundo y curiosamente dentro de los 20 países con servidores públicos más corruptos, según informe de Transparencia Internacional en 2016. Así mismo, somos el país 125 en desvío de recursos públicos y 124 en favoritismos en decisiones de gobierno en un listado de 138 países, según el Foro Económico Mundial, y haciendo la precisión, de que, en este listado, entre más se toque fondo, la situación es peor. Finalmente, según el índice de percepción de la corrupción, nuestra nación se encuentra entre los 53 países más corruptos del mundo. Las cifras, no mienten, los esfuerzos han sido en vano y el problema sigue creciendo. El último gran esfuerzo, y en el cual todavía algunos teníamos la esperanza de que funcionara, fue la puesta en marcha del Sistema Nacional Anticorrupción, mismo que lleva un tiempo ya prolongado de existencia, integrado por sus consejeros, pero acéfalo hasta el momento, pues el Senado no se ha puesto de acuerdo sobre la designación del fiscal general. Y menciono “teníamos”, pues esta fiscalía general ha cometido el pecado de toda buena intención en este país: dejar su conformación en manos de nuestra clase política. Al igual que el INE, la decisión de la integración del Sistema Nacional Anticorrupción, será decisión de los legisladores, para el caso del SNA, recaerá en la cámara alta dicha decisión, con lo cual, invariablemente el proceso se politiza y se vuelva más una negociación y medición de fuerzas partidistas que una selección del perfil adecuado para tan importante encomienda. No se trata sobre si Raúl Cervantes pueda ser el dedazo del presidente Peña, y su posible pase directo al SNA, se trata de que la conformación de estos institutos debe estar dotada de imparcialidad desde su nacimiento, es decir, alejada a leguas de todo lo que apeste a política. Quizá las universidades de más prestigio, una consulta con líderes sociales u organizaciones que combaten la corrupción sería el método adecuado de selección, pero algo me dice que esta idea atenta contra la simulación que presentan organismos “ciudadanos” que son conformados por “decisiones políticas”. Pero aún y si la conformación fuera verdaderamente imparcial, el SNA es solo una coordinación entre la ASF, SFP, INAI, PGR y CJF, bajo la supervisión de cinco consejeros y un fiscal que aún no es nombrado. Es decir, no poseen armas para aplicar castigos, sanciones… más que simples recomendaciones contra un problema todavía más grave que la corrupción: la impunidad. De cada 100 delitos cometidos en este país, solo 11 se denuncian, 6 se investigan y solo 3 se resuelven, es decir, la impunidad es mayor al 96%. El problema no es la corrupción, sino “el no pasa nada”, que sin duda sigue siendo el incentivo más perverso que alienta el fortalecimiento de tan lamentable mal. Más que un sistema nacional anticorrupción, nos hacía falta un sistema nacional contra la impunidad.