¿Qué se supone que debe hacer un individuo que acude a
un centro de salud público esperando atención profesional y encuentra malas
caras, malos tratos, indiferencia, impuntualidad, tortuguismo, burocracia? ¿Cómo
debe reaccionar frente a un grupo de “profesionales” de la salud que cobran y
viven gracias a la prestación de los servicios que muchos necesitamos, pero que
parece que no entienden la encomienda de la responsabilidad que detentan? Es
cierto, un guardia de seguridad privada cuenta con más entrenamiento y equipo
que un policía común, las lámparas en los municipios regularmente están
fundidas y la comisión federal de electricidad no es congruente con su
presunción de clase mundial cuando no puede asegurar suministro constante ante
decenas de apagones en plena canícula, las clínicas privadas de salud son
eficientes en todos los sentidos, desde la buena cara de una recepcionista,
hasta el uso de equipo de primer mundo. Los servicios públicos son, sin duda
alguna, máxima prioridad del Estado y razón de ser del mismo, y dichos
servicios se sostienen sin duda con recursos de origen eminentemente públicos,
es decir, con las contribuciones e impuestos que todos los ciudadanos debemos
pagar. No obstante, es una verdad de Perogrullo saber que los servicios
públicos, en comparación con los privados, son siempre deficientes, deplorables
y bastante cuestionables en cuanto a su operatividad y sobre todo su costo
beneficio. Seguridad pública, alumbrado, agua, drenaje y seguridad social son
servicios fundamentales para cualquier sociedad, nodales en cuanto a la
preservación del status quo y para el desarrollo de todos los individuos. Para
el caso particular de la seguridad social, la CNDH registra en 2016 más de 14
mil casos de denuncias sobre negligencia médica, pero no hay un registro sobre
malos tratos, malas caras, sobre el trato inhumano y degradante que reciben
miles de usuarios por cometer el atrevimiento de necesitar una vacuna para un recién
nacido, o una simple inyección ante un dolor por un descalabro. Pero la
indignación no es privativa de los usuarios considerados limosneros de
servicios de salud a los cuales tiene derecho y a los cuales sostiene con sus
impuestos, incluidos los sueldos de los trabajadores de los centros de salud.
No, la indignación es de los directivos de dichos centros o de personal del
sindicato respectivo cuando nos atrevemos a señalar un pésimo servicio. Como si
el servicio fuera una especie de favor o una dádiva por parte de quienes están
obligados y son realmente servidores de los usuarios. Los patos les tiran a las
escopetas, de la misma manera que los empleados maltratan a los dueños, pues
los usuarios, con sus impuestos, son los verdaderos dueños de los servicios que
solicitan. Pero en este país, no solo se debe tolerar una mala cara en todo lo
que apeste a público, llámese escuela, hospital, registro civil, etc., sino que
se debe hacer mutis porque podemos ofender a algún sensible dirigente o
directivo que piensa que su deber es defender un servicio independientemente de
la eficiencia del mismo, y no la satisfacción de los usuarios cada vez que
asisten a implorar un favor que de pronto parece pecado en una sociedad sharia.
Se trata de rutinas tan enquistadas que de pronto se han vuelto políticas
institucionales: impuntualidad, maltrato de usuarios, escasez de material y
equipo, o, en otras palabras: ausencia de profesionalismo o quizá privatización
de servicios públicos por simples empleados que han olvidado su razón de ser. Y
peor aún, líderes o directivos cuestionables que además de intolerantes,
intentan censurar la libre expresión de usuarios para así proyectar la falsa
imagen de que todo está bien y que, si no nos gusta, que paguemos por un
servicio privado y ante esta afirmación, vale recordarles en respuesta que, si
no pueden entregar un servicio de calidad, entonces que renuncien. Finalmente:
¿cuál indignación vale más? ¿La del usuario ofendido, o la del mal prestador
del servicio cuya actitud fue evidenciada? Me parece que la respuesta es
sencilla.