Se trata de una historia
bastante inveterada, tan anacrónica como la mera existencia de nuestra
república, me parece que un poco más antigua, pues nos remitimos hasta el año
de 1814, en que atinadamente, el cura José María Morelos y Pavón, en el corazón
de su propuesta legislativa titulada: “sentimientos de la nación”, hacía clara
referencia a la necesidad imperiosa e insoslayable de profesionalizar el
servicio público, particularmente hablando del poder legislativo. El artículo
14 del texto era contundente: “Que para
dictar una ley se haga junta de sabios en el número posible, para que proceda
con más acierto […].” Y es que, sin duda, la confección de normas que rigen
el desarrollo de una sociedad son axiales para la sana convivencia entre
personas, el crecimiento y desarrollo económico, cultural, político y social de
cualquier conglomerado en cualquier ámbito de gobierno. De esto no hay nadie que
pueda objetar la trascendencia de dicha premisa. Por ello resulta no solo
apropiada, sino urgente, necesaria e imprescindible la puesta en marcha de la
iniciativa que surge en el senado de la república que exige una adición al
artículo 55 constitucional para que sea obligatorio que diputados federales y
senadores acrediten la educación superior, con su respectivo título y cédula
profesional. No se trata de un simple capricho o exigencia menor, pues la confección
y ejecución de leyes determinan el destino de un país, estado o municipio, por
lo que se trata sin duda de un tema delicado que merece especial atención. Y es
que resulta bastante lamentable que, en esta nodal tarea de edificar las reglas
de juego, existan personas que no poseen estudios por los menos profesionales,
que les permitan realizar dicha función con eficacia y eficiencia. Y no es para
menos, pues la laxitud de los requisitos para acceder al cargo de diputado, por
ejemplo, son bastante evidentes en el artículo 55 constitucional, que solicita
a los interesados además de ser mexicanos, tener 21 años, no pertenecer a las
fuerzas armadas, tener residencia en el Estado en donde desea ser
representante, no ser ministro de culto, entre otras simplezas que vuelven
bastante asequible un cargo que sin duda merece una serie de filtros académicos
y de experiencia o afinidad que aseguren un desempeño “aceptable” en el peor de
los casos, de quienes ocupan curules y se encargan de dirigir el destino de
esta nación. A esa preparación imprescindible es a la que hacía referencia el
cura Morelos cuando hablaba de sabiduría. Tan sólo por presentar un ejemplo, la
discusión y aprobación de la “Ley de coordinación administrativa en materia de
planeación del desarrollo y ejecución de acciones regionales para la prestación
de servicios públicos”, requiere sin duda solo para su aprehensión conceptual,
un mínimo de conocimientos que requieren, si bien no especialización, por lo
menos un grado académico que permita a través de un esfuerzo su comprensión a
cabalidad y derivado de ello su adecuada aprobación e implementación. Es
cierto, nuestra actual legislatura es una de las que menos porcentaje de
legisladores sin estudios profesionales observa, con 28 diputados sin carrera
profesional, pero hemos temido casos peores y nuestras leyes imperfectas
requieren una buena dosis de profesionalismo. Insisto, no se trata de un
simplismo, se trata del destino de una nación que estriba en un adecuado
andamiaje legal cuidadosamente construido.