Los resultados son contundentes y sobre todo irrebatibles: de los 34
miembros de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE),
nuestro país ocupa el nada honroso PRIMER LUGAR en el índice de percepción de
corrupción 2015 elaborado por Transparencia Internacional. El reporte de TI es
bastante completo y se puede interpretar de manera comparativa desde muchos
ángulos, no obstante, desde el que se pueda observar, nuestro país manifiesta
una decepcionante ubicación que nos coloca en términos generales como una
nación corrupta. Y es que casos tan sonados y escandalosos sobre desvíos de
recursos, peculado, nepotismo, influyentismo, opacidad, ocultamiento de
información parecen condición “sui generis” del diario vivir de nuestra nación.
Oceanografía, OHL, Tomás Yarrington, César Duarte, La Casa Blanca, Panamá
Papers, el endeudamiento injustificado en Estados y municipios, Guillermo
Padrés, y la lista interminable puede sin duda seguir y miles y millones de
casos más que no revisten la trascendencia nacional, pero que sin duda afectan
a nuestra sociedad y a nuestra economía: sobornos, favores, desvío de recursos,
inflación de facturas; todo eso genera en estimaciones una pérdida anual de más
de 65 mil millones de dólares. Además del terrible daño axiológico que se le
hace a nuestra sociedad, al institucionalizar en todos lados frases como: “el
que no tranza no avanza”, “año de Hidalgo”, “todos tenemos un precio”, etc. Y
aunque ciertamente el Sistema Nacional Anticorrupción y la llamada ley tres de
tres encontraron resistencias en su camino y quedaron finalmente malformadas,
el esfuerzo sin duda es insuficiente, y aunque las recomendaciones son
sugestivas y en cierto modo apropiadas para combatir el mal, realmente no son contundentes.
Fortalecer los dos marcos jurídicos que actualmente tenemos en materia de
corrupción, establecer indicadores para medir el desempeño del Sistema Nacional
Anticorrupción son algunas de las propuestas que los expertos recomiendan, sin
embargo dos de las grandes causas son plenamente identificables: la operativa institucional
y la cultural educativa. Para el caso de la primera, se debe sin duda sacudir
por completo a la fiscalía, pues la PGR resulta ser ineficiente al no atender
dos de cada tres denuncias de corrupción lo que genera sin duda IMPUNIDAD. Y
para el segundo caso, al tratarse de un problema con profundas raíces sociales,
las instituciones educativas junto a los órganos garantes de transparencia
deben efectuar reformas que incluyan el fomento y uso de los mecanismos de
acceso a la información, pues sin duda, la transparencia es el único
dispositivo que ha demostrado eficacia en el combate a la corrupción, sin
embargo, su difusión ha sido verdaderamente timorata y endeble, como si existieran
intereses que lucharan contra ella. No se trata de un problema cultural, se
trata de un problema institucional, no se trata de nuestra idiosincrasia, se
trata del terrible daño que se provoca a nuestra arcas públicas, no se trata de cambiar para mejorar índices,
se trata de salir del marasmo económico, político y social que impide nuestro
crecimiento y desarrollo producto de nuestro más grande enemigo: la corrupción
y su aparente perpetuidad como sello característico de nuestra nación.