Es un lugar común escuchar que en México la justicia no es ciega, sino que
tiene una excelente visión y sabe distinguir entre ciudadanos de primera y de
segunda, además de que los miembros del servicio público judicial no
necesariamente se conducen con transparencia, legalidad, probidad y ética
profesional.
Sonados son los casos de jueces y magistrados que han conculcado leyes y
reglamentos en beneficio de intereses particulares y ajenos a los principios
del Estado de Derecho. Casos como el del Consejo de la Judicatura Federal en
que se vieron involucrados un magistrado, un juez y cinco secretarios en actos
de corrupción en 2014 reflejan las falencias de los impartidores de justicia en
nuestro país. Más cuestionable resultan aún demostrar la probidad de los mismos
y la idoneidad para ocupar los cargos que detentan.
Es por ello que en lo absoluto me sorprende la denuncia en contra el
magistrado del tribunal superior de justicia de nuestro Estado, Francisco Gómez
Gómez, quien ha sido señalado por unos ciudadanos de contar con antecedentes
penales y que por obvias razones no puede ocupar el cargo que detenta. Este
sujeto, a reserva de su culpabilidad o inocencia, ha sido una persona polémica
desde que tengo uso de razón, desde luego que las acusaciones de los ciudadanos
denunciantes son bien conocidas por todos los habitantes de San Pedro de las
Colonias: ejercicio indebido de la abogacía al despojar de un predio a
particulares, posesión de droga y arma de fuego, y abuso de autoridad. Estas
acusaciones no son simples, y menos como para que pasen desapercibidas tanto
para el congreso del Estado que fue quien designo a este magistrado, como para
el mismo gobierno estatal que ha sido vapuleado por su manejo de la deuda y la
seguridad como para permitir un escándalo que ponga en tela de juicio la
honorabilidad del tan siempre cuestionado poder judicial.
Más preocupante quizá es el silencio con el que se ha manejado esta
denuncia, pues pareciera que hay intereses que buscan darle carpetazo a esta
delicada imputación que solo abona al desprestigio del Estado de Derecho en
momentos en que lo que menos necesitamos es más debilidad institucional.
Por ética, profesionalismo y compromiso con la sociedad, el imputado debe
ser removido de su cargo hasta que las investigaciones concluyan y terminen en
un simple veredicto: autoridad moral del individuo para seguir en el puesto.
Caso contrario, que sea destituido inmediatamente de su encargo. No se trata de
ser moralistas ni tampoco platónicos, sino de exigir integridad ética y moral
en ciudadanos que se supone se encargan de la impartición de justicia en
nuestra sociedad, ni más ni menos. Esperemos que la política no se imponga y se
permita que cualquier delincuente o ciudadanos “no idóneos” ocupen cargos
estratégicos en espacios que simplemente deben ser ejemplares.