Tiene toda la razón el presidente de la República, Enrique Peña Nieto, es
más, nunca he estado más de acuerdo a título personal con los comentarios de un
mandatario. Ciertamente somos un país de instituciones, democrático, en donde
la violencia es repudiada por el grueso de los mexicanos. También estoy de
acuerdo en que la violencia no es la solución a los problemas de cualquier
índole. Sin embargo, hay un pequeño detalle en todo lo aducido por el
presidente, y es que, desde hace varios años nuestras instituciones han sido
rebasadas por el crimen organizado, y no solo rebasadas, sino también
seducidas. Hace mucho que la violencia se ha vuelto tan común que ya resulta
extraño no observar noticias violentas en cualquier medio de comunicación, se
ha vuelto tan común la violencia, que se han establecido ejecutómetros para comparar
los muertos de un año con otro de manera sistemática y esperamos superar año
con año los índices y resultados obtenidos en cada periodo. Hace muchos años
que la democracia ha sido solo electoral y no sustancial, pues hace mucho que
el pacto social se resquebrajó, hace mucho que el estado de derecho es solo un
nombre rimbombante que no tiene eco en la práctica. Y la mejor prueba son los
43 desaparecidos que muy probablemente han sido asesinados. Quienes ejercían su
derecho y libertad de expresión y a cambio encontraron la represión en su peor
modalidad.
En la búsqueda de los 43, se descubrió que el Estado de Guerrero es una
fosa clandestina a escala, pues se encontraron cuerpos y más cuerpos sin que correspondan
hasta el momento a los normalistas. No sé si los ultimados en esas fosas hayan
fenecido convencidos de que somos un país de instituciones sólidas y democráticas.
No me queda claro que esos asesinatos sean característicos de un Estado de
Derecho eficiente. Y peor aún, los recientes informes de Amnistía Internacional
(AI) denuncian que la violencia no proviene solo de los delincuentes, sino de
los mismos elementos de seguridad. Ahí está el caso de Tlatlaya, en donde
soldados masacraron a civiles desarmados.
Si la violencia y la inseguridad son rampantes, y si cada vez que salimos a
la calle y no hay garantía de regresar con vida, no me parece que seamos un
país de instituciones democráticas funcionales. Si el Estado ha mostrado su
ineficiencia desde el ángulo que se le quiera ver, no entiendo de qué manera el
presidente exige un alto a la violencia que es solo una respuesta que denota
hartazgo ciudadano ante tantas felonías por parte de delincuentes y
autoridades.
Si el presidente desea paz, que empiece a trabajar duro para conseguirla,
que su gobierno genere las condiciones que nos permitan como sociedad vivir en
paz, que nuestros hijos, hermanos y padres tengan la seguridad de salir a las
calles, de manifestarse, de expresarse, de participar, sin temor a ser
reprimidos. Pero cuando el Estado ya no ofrece soluciones, la anarquía se
vuelve tan seductora que finalmente logra imponer sus reglas. Es verdad, no podemos
tolerar la violencia, pero tampoco podemos tolerar la ineficiencia de un Estado
que ampara su proceder en un andamiaje institucional que solo existe en
profundos rincones oníricos.