Conforme pasa el tiempo salen a la luz publica las atrocidades cometidas
por sacerdotes de la iglesia católica en detrimento de decenas de miles de
infantes en todo el mundo lo cual, me parece, es sumamente positivo, y todavía
más positivo resulta ser que por vez primera un organismo supranacional se
encargue de llevar la batuta contra los cientos o miles de pederastas con doble
moral que han cometido dicha felonía. Y es que las recientes acusaciones de la
ONU contra el vaticano referentes a que la santa sede adoptó políticas para
permitir la violación sistemática y el acoso sexual de miles de niños no
resultan ser cualquier trivialidad. Mucho menos resulta serlo la exigencia de
la ONU hacia el vaticano de que expulse inmediatamente a todos aquellos
miembros del clero reconocidos o sospechosos de pederastia. Y es que los casos
son más que evidentes y traen consigo una tendencia a la alza que venía gestándose
desde los primeros escándalos hace algunos años, y para muestra varios
ejemplos: en Estados Unidos, los sacerdotes de Boston, Paul Shaneley y John
Geoghan fueron acusados de decenas de abusos, en Irlanda, durante todo el siglo
XX el abuso sexual fue endémico en escuelas y orfanatos católicos, en Alemania
el sacerdote Andreas L admitió su responsabilidad en 280 casos de abuso sexual
contra niños, mientras que en México, el caso del otrora líder de los
legionarios de Cristo con terribles casos documentados sobre abuso infantil son
tan solo varios ejemplos del grado de descomposición al que la iglesia ha
llegado.
Lo que sin duda debe suceder ante lo esgrimido, es que la iglesia debe
abrir inmediatamente sus archivos y exponer ante la sociedad las decenas de
miles de abusos que deben tener registrados y ante lo cual no hicieron
absolutamente nada, así mismo, informar sobre la práctica de movilidad de
sacerdotes involucrados en pedofilia, es decir, aquellos que simplemente eran
rotados o cambiados de parroquia cuando sus abusos eran expuestos de manera
aislada sin que el crimen trascendiera, de esa manera podemos saber de los
sacerdotes con este tipo de antecedentes que siguen en contacto peligroso con
niños en diversas parroquias del mundo y, finalmente, entregar a las
autoridades civiles a aquellos culpables de atrocidades contra menores para que
paguen por sus delitos y purguen sentencias como cualquier criminal. No obstante,
y es quizá lo más preocupante, es que hasta la fecha, y ante la ostensibilidad
de las evidencias, la iglesia no ha querido aceptar la magnitud y extensión de
los crímenes cometidos y ante la falta de poder vinculatorio de las acusaciones,
recomendaciones y exigencias de la ONU, los crímenes seguirán, inexorablemente,
en la impunidad y también en la opacidad miles de casos que la iglesia sigue
solapando en un esfuerzo inútil por minimizar la tragedia.
Esto ya no se trata de fe ni de creencias, se trata de crímenes contra
personas indefensas que merecen castigo y exposición publica, pues de lo
contrario, los abusos seguirán siendo endémicos ante la permisiva y pasible
mirada de las autoridades eclesiásticas y la incapacidad del Estado de juzgar a
dichos criminales.