La
principal enseñanza que he dado a mis alumnos durante 12 años al frente de
grupos en nivel medio superior, es el respeto a los derechos de los demás, a
las libertades individuales, a materializar la frase del mexicano más ilustre
de nuestra historia, Benito Juárez, cuando aseguraba que “el respeto al derecho
ajeno es la paz”. Vivimos en México en una sociedad acostumbrada a meterse en
vidas ajenas, a juzgar conductas ajenas, a ver la paja en el ojo ajeno y a ignorar
la viga en el propio, a exhibir su pobreza mental al gastar toda la energía y
saliva en despotricar contra los demás como si la vida propia fuera ejemplar, a
intentar ser los dueños de la verdad absoluta al asegurar qué es lo bueno y qué
es lo malo del proceder ajeno. Este tipo de personas pululan por doquier, se les
encuentra en las oficinas públicas, en las colonias, en las plazas públicas y
generan un ambiente propicio para que sus deleznables conductas se repliquen como virus en otros seres humanos. Afortunadamente,
en días pasados tuve la oportunidad de viajar a Los Ángeles, California, y en
ese lugar pude conocer de cerca y de frente la materialización de la frase del
oaxaqueño en su máxima expresión. Un escenario que me dejó atónito, estupefacto,
anonadado, deseoso de que todos mis exalumnos pudieran ver lo que yo estaba
viendo: una sociedad plenamente liberal, respetuosa de la voluntad y derechos
ajenos, reacia a imponer la visión personal y maniquea de la realidad, propensa
a dejar ser y hacer a los demás siempre y cuando el orden legal no sea violentado.
Caminando por las calles del Downtown, Santa Mónica, Hollywood era común toparse
con decenas de angelinos fumando libremente un cigarro de mariguana, sin
problemas con la autoridad, sin molestar a nadie más, así mismo, por doquier
personas con atuendos por demás estrafalarios, como si fuesen daltónicos, con
mezclas de colores sin aparente sentido, algunos descalzos, otros completamente
tatuados, hombres sin camisa corriendo entre las calles ejercitándose,
indigentes caminando entre los ciudadanos sin llamar la atención, sin que nadie les diera la vuelta para evitarlos,
ancianos con sus cabelleras teñidas con colores fosforescentes, personas hablando
en idiomas tan diferentes con absoluta confianza, gays tomados de las manos con
absoluta libertad. Las sociedades desarrolladas no lo son por sus avances tecnológicos,
tampoco por su infraestructura urbana, sino por el grado de madurez social para
aprender a vivir en armonía. Por eso no me sorprende la inmensidad de la ciudad,
el orden y limpieza de la misma, los servicios de primera calidad, tampoco sus vehículos
eléctricos Tesla, sino el grado de madurez social de sus habitantes. Es cierto,
Los Ángeles no es una ciudad perfecta, exenta y libre de problemas, ajena a las
tragedias de la interacción humana; pero palabras como la discriminación, el Bullying,
y el meterse en vidas ajenas disminuye considerablemente y se crea con ello un
ambiente de inclusión, en donde todos cabemos, en donde todos podemos convivir,
en donde cada quien se preocupa de su propia vida. Imposible imaginar en estos
lares un escenario similar: la mariguana es un tabú, pero el alcohol no, caminar
descalzo es tener problemas mentales, ser gay es algo antinatural, los ancianos
se ven ridículos si se dibujan tatuajes o se tiñen el cabello, los indigentes son
peligrosos y hay que sacarles la vuelta como animales peligrosos; la conducta
de los demás es la comidilla de las mentes pequeñas. Sí existe la sociedad que
Juárez teorizó, pero en donde él jamás lo imaginó.