Las autoridades se remiten solo a mostrar cifras de las personas contagiadas por el nuevo COVID19; muestran la frialdad y generalidad de un número, imposible relacionar un nombre. Ni siquiera cuando existe un detenido acusado de la más grande felonía que uno pueda imaginarse las autoridades se atreven a exponer la identidad del indiciado; se remiten solo a develar un nombre de pila seguido de la letra N; pues hay un pudor que cuidar, una imagen que salvaguardar, una identidad que proteger de una sociedad que sigue siendo prejuiciosa, morbosa, adicta al linchamiento virtual y en tertulias que solo denotan las limitaciones analíticas y el reduccionismo temático de lo que suelen abordar en sus charlas de almuerzo diario. Por ello irrita e indigna que de pronto no solo aparezca en redes sociales el nombre completo de una persona infectada, sino su imagen, y que de pronto se viralice el contenido de tal manera que trastoque no solo la prudencia que suelen tomar las autoridades en estos casos, sino la intimidad misma de la persona cuya desgracia ha sido socializada de manera peyorativa, haciendo más daño que la misma enfermedad que padece el afectado. El derecho a la privacidad es tan sagrado como el derecho a la vida misma; es como si una persona infectada con VIH fuese calumniada en redes sociales con su imagen y datos personales; por eso existe un ley que protege la privacidad de las personas; pero todo esto choca de frente con una sociedad que se caracteriza por su patética y lastimosa adicción a la información en redes sociales, por su particular y peculiar forma de circular rumores mucho antes de que las autoridades se pronuncien, por su característico morbo que solo refleja la pequeñez de sus mentes; ya lo diría acertadamente Eleanor Roosevelt “las grandes mentes discuten las ideas; las mentes promedio discuten los acontecimientos; las mentes pequeñas discuten las personas”. El problema es que el morbo no es el fin, sino el inicio de una andanada de dimes y diretes, de suspicacias, de teorías, de discriminación, de fobia, de aquello que solo nos estigmatiza y rebaja como especie y nos deja ver la paupérrima idiosincrasia del mexicano promedio: aquél que se mete donde no lo llaman, que vive de criticar y cuestionar la vida ajena, que lanza invectivas en redes sociales, que lanza comentarios reticentes dejando la puerta abierta a la interpretación ajena sobre la vida de otros; secundado por otros orates de la misma calaña que siguen al morboso cual rebaño sigue a la oveja de cuyo cuello pende la campana que guía a todas las demás. Triste esa condición sui géneris del mexicano que lo predispone a una cultura tan deplorable y que, dicho sea de paso, la defiende como leona a sus crías ofendiéndose cuando alguien se queja de la difamación realizada, cuando alguien alza la voz y decide interrumpir momentáneamente la cadena ignominiosa del morbo disfrazado de comunicación intra-pueblo. Allí comienza el segundo linchamiento, el de la intolerancia, pues el morboso no está dispuesto a recibir cuestionamientos a su modus operandi y vivendi, pues es su estilo de vida lo que está en tela de juicio cuando se exige prudencia y respeto a la intimidad de los demás. No se trata del tamaño del pueblo, se trata de personas atroces y míseras que terminan haciendo más daño cuando comparten una imagen en Facebook que la misma pandemia que actualmente nos azota.