El concepto hace alusión directa a los soñadores, los
llamados “dreamers”, individuos mexicanos que emigraron a Estados Unidos desde
pequeños con sus padres en busca del sueño americano, es decir, en busca de la
prosperidad alejándose de una nación que no pudo jamás otorgarles las
condiciones necesarias para el desarrollo personal y de sus familias. Estos
indocumentados, culpables del éxodo por un corrupto en ineficiente gobierno,
estaban amparados una vez que cumplieran ciertos requisitos bajo el programa
auspiciado por el entonces presidente Obama, denominado programa Acción
Diferida para los Llegados en la Infancia o DACA, por sus siglas en inglés. Muchos
de los “Trumpfóbicos” basaban sus temores hacia Donald Trump por sus
comentarios xenófobos y anti mexicanos de manera particular, en especial,
porque una de las promesas de campaña del actual presidente norteamericano era
poner fin a esta política de amnistía que beneficiaba a muchos mexicanos, pues
el 76% de los 750 mil soñadores son de origen azteca. Y es que los argumentos
de los opositores al DACA, es que gracias al programa estos beneficiados obtienen
empleos que podrían ser aprovechados por estadounidenses o inmigrantes con estatus
legal; cabe mencionar, que, bajo dicha política, los beneficiarios reciben
permisos de trabajo temporales, licencias de conducir y un número de seguridad
social.
Es por ello que la decisión ejecutiva, para empezar,
no debe sorprender a nadie, era una acción que se esperaba, pero que intentamos
olvidar, sobre todo para un gobierno mexicanos que tiembla en estos momentos al
imaginar que tendrá que lidiar con cientos de miles de posibles deportados que
definitivamente incrementarán los porcentajes de pobreza en este país. Al
respecto, surgen los pronunciamientos de nuestra clase política,
pronunciamientos que suenan a hipocresía, pues es irónico que nuestras
autoridades intenten ofrecer garantías de estabilidad a los posibles deportados
cuando fue precisamente la inestabilidad de nuestras políticas económicas las
que los orillaron a abandonar esta nación. Nada más contradictorio puede haber.
Y es que una de las recomendaciones de la cámara de diputados al ejecutivo
federal, es que se realicen convenios con empresas mexicanas trasnacionales para
que contraten inmediatamente a estos posibles deportados, “de acuerdo a su capacidad
y experiencia profesional”. ¿Y el resto de los mexicanos no tenemos los mismos
derechos al empleo? ¿Los soñadores supondrán ser un incentivo más a la
discriminación en este país? Independientemente de lo que suceda, tenemos
limitados seis meses, antes de que el congreso norteamericano legisle sobre el
destino de estos soñadores, y la realidad es dura: no hay buenos pronósticos
para ellos. En esos seis meses, nuestro gobierno deberá pensar en una
estrategia para incorporar a nuestra sociedad a individuos que en su mayoría ni
siquiera hablan español, que jamás han vivido en este país y que desconocen la
realidad mexicana. La pesadilla se está volviendo realidad, las palabras de
Huntington regresan a nosotros como eco y nos recuerdan una realidad que por
mucho tiempo decidimos ignorar. No es problema de los estadounidenses, sus
leyes y sus decisiones son de ellos, el problema siempre ha sido nuestro, pero
la comodidad de enviar al norte nuestras cifras de desempleo nos cobrará la
factura, más temprano que tarde.